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EDITORIAL: LA ALIANZA DE LOS ENEMIGOS DE LA DEMOCRACIA, LA PAZ Y LA PROSPERIDAD

 

El mundo tiene problemas. No se trata sólo de la pandemia, sino también de la profunda crisis de la vida social que la pandemia ha contribuido a poner de manifiesto. No se trata sólo de la catástrofe medioambiental a la que nos acercamos poco a poco si no tomamos medidas inmediatas, sino también de aquellos (y hay muchos poderosos) que no creen en esta catástrofe y la están acelerando: más contaminación, menos agua, aire, mar, alimentos, aglomeraciones urbanas saludables.

No se trata sólo de que el fin del capitalismo industrial del siglo XIX haya hecho superfluas las grandes masas de trabajo, sino también de que la falta total de peso contractual de la ciudadanía permite toda una serie de derivas autoritarias e inhumanas contra las que cada vez es más difícil oponerse. Puede que la democracia no sea perfecta, pero ha permitido a los europeos occidentales y a los norteamericanos experimentar 70 años de paz y prosperidad reinantes.

La democracia, la paz y la prosperidad no gustan a todos. Hay fuerzas económicas, religiosas, políticas y militares que derivan su razón de ser y su éxito exactamente de lo contrario. Desde hace 70 años, estas fuerzas intentan, cada una por su lado, descorrer tal o cual cerrojo puesto por la ciudadanía y sus representantes o apasionados (el mundo asociativo y las organizaciones no gubernamentales) para defender no sólo la democracia, la paz y la prosperidad, sino también una visión ilustrada y solidaria del destino de la humanidad.

Durante 70 años, estas fuerzas aparecieron como los defensores de una nueva Edad Media, de la restauración de la dictadura, la guerra y la miseria, que es lo que hace grandes a los enemigos de la humanidad. Pero ahora las cosas han cambiado. Con la alta tecnología, los militares pueden matar y destruir con mayor eficacia; la industria y los bancos pueden analizar e influir agudamente en las opciones de consumo de la gente; los regímenes pueden controlar los pensamientos, las palabras y los actos de casi todo el mundo; las teocracias pueden hacer lo mismo; y, al convertirse en regímenes al mismo tiempo, los ejércitos, los bancos y las industrias han tenido la idea de sustituir a la democracia presentándose como símbolos de eficacia.

Este expediente lo demuestra. Hace cincuenta años, las empresas tabaqueras, conscientes de que comercializaban un producto altamente nocivo, pagaron a los políticos para evitar sanciones y gastaron en publicidad y patrocinio para convertirse en un símbolo de estatus, más allá de las necesidades básicas. Hace apenas veinte años, los ejércitos se consumían en guerras interminables de las que todos salían perdedores, porque nadie podía realmente ganarlas. Durante el último siglo, las grandes religiones monoteístas (todas ellas) han perdido gran parte de su clero y de sus fieles, y han tenido que optar por el sectarismo y la exaltación para recuperar el terreno perdido.

Hoy en día, todas estas fuerzas se están uniendo. Las redes sociales han acuñado una palabra que las define bien: los haters. Los que están contra la educación, contra la libertad, contra la conciencia, contra la claridad, contra la coherencia, contra el bien de la humanidad, a favor de una percepción del poder absoluto que tiene dimensiones desconocidas, para nuestra generación, y que raya en la locura y en la ferocidad sin sentido.

No hay más que ver el golpe de Estado que intentó Donald Trump el 6 de enero. No hay más que ver los acontecimientos en Bielorrusia, la guerra civil en Libia, la peligrosísima crisis de Oriente Medio (que ya no tiene motivos religiosos, sino hegemónicos y económicos), los sueños de algunas multinacionales de excavar en el fondo de los océanos o en los planetas del sistema solar. La tecnología lo hace todo posible. Y así es como gigantes como Philip Morris y Kraft comparten objetivos y estrategias con los supremacistas blancos del Ku-Klux-Klan, los populistas y postfascistas que han florecido en todos los países europeos y en Estados Unidos, los soldados profesionales y vocacionales de Blackwater y las monarquías del Golfo Pérsico.

No se trata de una conspiración, sino todo lo contrario. Las redes sociales y la corrupción son como dos coches: todos los conducen, pero cada uno va en una dirección diferente. Philip Morris no tiene los mismos objetivos que Donald Trump, pero utiliza los mismos profesionales para hacer trabajos diferentes. En cuanto a Facebook, es una plataforma. Cada uno lo utiliza (si quiere) como puede, como sabe, para hacer lo que cree conveniente. Una conspiración presupone un único director, mientras que aquí tenemos miles de directores diferentes, cada uno con su propio objetivo. Se trata de un nuevo reto para nuestra cultura: todo objetivo es legítimo, si se respeta el principio de que mi libertad termina cuando infrinjo la libertad de los demás -y la manipulación es una violación de la libertad-.

Pertenecemos a una cultura que conoce la única defensa contra la aparición de esta pesadilla: la información, la educación, el conocimiento, la democracia, la paz y la prosperidad. Son cosas que necesitan mucho espacio, muchas explicaciones, muchas pruebas. Hoy, fumar un Marlboro, vender nuestro equipo favorito a un jeque, creer las mentiras de Trump y de los militaristas norteamericanos, votar a la Liga, al Movimiento Cinco Estrellas, a Les Républicains, a los conservadores británicos, a los húngaros, a los polacos, a los alemanes, a los checos, utilizar Facebook para desahogar la rabia, la decepción, la frustración y hasta la desesperación, son una sola cosa: son coches que conducimos inconscientemente, sin saber a dónde nos llevarán. Esto lo deciden otros, en otro lugar: para que compres un objeto, votes a un partido, creas en una deidad… todo vale. Sepa esto.

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