La democracia está de rodillas. Los que la tienen la ignoran y no participan en ella, los que no la tienen mueren en las barricadas exigiéndola en vano a regímenes cada vez más inhumanos y pragmáticos. El individuo moderno se regodea en su propio egoísmo, y no se da cuenta de que ahora tiene unas cadenas al cuello, las previstas por las distopías de la ciencia ficción del siglo XX y que, hasta hace poco, nos parecían inalcanzables: precisamente la ciencia ficción.
A mediados de agosto, el gobierno federal alemán decidió imponer una tasa sobre el precio de la energía de más de 2 céntimos por Kwh. Este impuesto especial es necesario para evitar que toda la industria energética, atrapada en la soga de la subida de los precios de los hidrocarburos debido a la guerra de Ucrania, entre en bancarrota en otoño. Para los hogares, según los cálculos del gobierno, el coste de la electricidad aumentará en casi 500 euros al año, y las cosas podrían empeorar aún más si la guerra no termina. Todavía no se puede calcular cuánto subirán los costes del gas que utilizan las empresas y los hogares, pero serán sorpresas muy difíciles de superar, y llegarán a los hogares como muy tarde en el último recuento del año.
La coalición de gobierno tiene poco margen de maniobra. Se podría gravar los disparatados aumentos de ganancias de la industria petrolera, algo que sería socialmente justificable y deseable, y que proponen los Verdes y la Izquierda Socialista. Pero los liberales del FDP están en contra, y sin su voto, esta propuesta no será aprobada. No hace falta preguntarse qué piensan los democristianos, que ven en la guerra de Ucrania el posible objetivo de hacer caer al gobierno federal y provocar así elecciones extraordinarias y «vengar» la amarga derrota de hace unos meses. Si se votara hoy, el SDP sería humillado y la CDU volvería a la Cancillería con fanfarria.
La cuestión afecta a todos los países del mundo y, por tanto, también a todas las democracias occidentales. En Italia se calculan subidas del precio del gas del 45% y de la electricidad del 15%, subidas que se cubren casi en su totalidad con las arcas del Estado y un aumento de la deuda que podría ascender a 20.000 millones de euros: sin esta medida, las subidas de la factura del gas serían del 91% por hogar en electricidad y del 70% por hogar en gas. Con Italia en campaña electoral, cualquier otra decisión habría comprometido las esperanzas del partido que asumiera la responsabilidad de desaparecer del Parlamento, sobre todo teniendo en cuenta la extrema fragmentación del marco electoral y el enjambre de siglas.
Todo esto habría sido diferente si la Unión Europea hubiera empezado a invertir hace 20 años, de forma coherente, en energías renovables; si todos los aliados, Alemania a la cabeza, no se hubieran hecho dependientes de los bajos precios que ofrece Rusia, que ahora son como una trampa en la que estamos atrapados sin remedio; si las sanciones contra Rusia hubieran funcionado como elemento disuasorio y hubieran obligado a Moscú a detener la masacre en Ucrania. Cosas que no sucedieron. Mi abuelo solía decir: si mi tío tuviera ruedas quizá sería un tranvía. Tenemos que preguntarnos por qué no se produjeron, y veo dos razones principales. Primero: hasta la guerra desatada por Putin, todos salimos ganando, y la industria más que nada, ya que se habla de la emergencia climática pero para quedar bien en la televisión. Hechos: casi ninguno. Segundo: los gobiernos occidentales están convencidos (probablemente con razón) de que cualquier reducción del bienestar de los hogares supone un golpe electoral irreparable.
Traducido a términos actuales: la UE ha impuesto sanciones a Rusia, y éstas, hasta ahora, no han detenido la guerra. Las familias occidentales, movidas a la compasión por la tragedia de los ucranianos, han aceptado acoger a más de 5 millones de fugitivos. Las sanciones no logran el resultado deseado por dos razones. La primera: Putin puede imponer cualquier medida a sus ciudadanos -en Rusia, quien protesta acaba en la cárcel o con una bala en la cabeza; en cambio, en las democracias, afortunadamente, nadie puede imponer esos precios sin que haya una vehemente protesta callejera y un cambio radical en la orientación electoral de la ciudadanía. Segunda razón: hemos aceptado la propuesta de sanciones hecha por la OTAN (y, francamente, no veo ninguna alternativa aceptable), pero muchas naciones económicamente fuertes, China a la cabeza, siguen comerciando con Moscú y ganando mucho dinero con las sanciones occidentales.
El mundo se está muriendo de hambre, porque el grano ucraniano ya no llega. Europa se está congelando, porque los hidrocarburos procedentes de los oleoductos que atraviesan Ucrania están casi paralizados. El planeta entero se está quemando o ahogando por las consecuencias, cada año más aterradoras, del cambio climático. Por primera vez en 75 años, Europa vuelve a ser el escenario de la guerra, y en todos los hogares llegan, claramente, los ecos de los misiles que golpean las ciudades ucranianas y asustan a la parte consciente de nuestra población: basta un incidente grave para que todos estemos en guerra.
También en este tema, China, Rusia y Estados Unidos pueden imponer la guerra a sus propios ciudadanos y sofocar cualquier reacción crítica, mientras que la UE, si lo hiciera, tendría que contar con el estallido de una histeria masiva de efectos incalculables, exactamente lo que Putin está especulando para llevar a cabo su salvaje proyecto inhumano.
Demuestra lo que, por desgracia, siempre se ha sabido: los ciudadanos de países humillados por regímenes dictatoriales exigen libertad, el derecho de expresión, y a menudo están dispuestos a morir para obtenerla. Los ciudadanos de los países democráticos creen en el egoísmo, no en la solidaridad, y consideran que la libertad es una función accesoria del bienestar, del que disfrutan por nacimiento y del que también se creen con derecho a abusar. Las víctimas de los regímenes tienen conciencia política (basta con ver las increíbles batallas de los habitantes de Hong-Kong), a los hijos del bienestar les importa un bledo. El resultado: los partidos en Occidente ya no tienen partidos que sigan una línea de forma coherente y se alimenten de la contribución activa de los ciudadanos, sino que son meras oficinas electorales que dispensan sobornos. Si no llegan, el electorado vota otra cosa.
El ejemplo más doloroso que recuerdo es el de la caída del muro de Berlín. En los meses anteriores, decenas de miles de ciudadanos de la RDA habían participado en marchas, veladas de oración y profundos debates políticos, y diferentes tendencias políticas se habían reunido en torno a una Mesa Redonda de demócratas, cuyo objetivo era llevar la libertad y la democracia a la RDA. Pocos minutos después de la caída del Muro, todo esto se olvidó: cientos de miles de ciudadanos de la RDA aceptaron la ocupación y la explotación económica de la RFA, olvidando toda la politización y las luchas que habían impulsado el movimiento libertario hasta una hora antes.
La debilidad de la democracia reside precisamente en que la gran mayoría de los ciudadanos la viven de forma inconsciente y no se adhieren a nada más que a lo que perciben como su propio beneficio inmediato. Por eso, hoy en día, las sanciones contra Rusia, al igual que las medidas restrictivas impuestas a causa de la pandemia, chocan con grupos cada vez más numerosos de ciudadanos que exigen el derecho a disentir activamente. Por esta razón, la imposición de sanciones a Rusia, que es una medida justa, necesaria y acertada, se volverá muy impopular, y tendrá un importante peso electoral, en cuanto los ciudadanos sientan que tienen que pagar de su propio bolsillo. En Estados Unidos, para evitarlo, prevalece un clima de violencia, de guetización, de miseria y de miedo, y al frente está un gobierno muy débil que no sabe realmente qué hacer.
El Imperio Americano está sufriendo la misma decadencia irreversible que el Imperio Romano. Los bárbaros están a las puertas, y no vienen del norte de África, como temen los europeos más ingenuos, sino de Oriente, como siempre ha sido. Los europeos aún tenemos la oportunidad de tomar el destino en nuestras manos y elegir un camino diferente: uno de solidaridad, unidad y resistencia, que no dé esperanzas a Putin. Por desgracia, no tenemos los políticos necesarios para esta tarea. En cuanto a Giuseppe Mazzini, hoy en día ya nadie sabe quién es y estoy seguro de que si se le pregunta al niño medio quién dirigiría el gobierno de la República Romana, la respuesta sería sólo una: Francesco Totti.
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